La señora Dalloway dijo que ella misma compraría las flores.
Solo Dios sabe por qué la amamos tanto, por qué la vemos así, inventándola, construyéndola a nuestro alrededor, derribándola, creándola de nuevo a cada instante;
en el triunfo y el campanilleo y el extraño canto agudo de un avión en el cielo estaba lo que ella amaba: la vida;
Tenía la constante sensación, mientras observaba los taxis, de estar fuera, fuera, muy lejos en el mar y sola; siempre había considerado que era muy, muy peligroso vivir siquiera un solo día.
Formaba como una niebla entre las personas a las que conocía mejor, que la levantaban en sus ramas, como ella había visto a los árboles levantar la niebla,
lograba que el placer que encontraba en la belleza, en la amistad, en
sentirse bien, en ser amada y en convertir el hogar en un sitio encantador, se tambaleara, temblara y se torciera como si en efecto un monstruo royera las raíces,
el misterio los había rozado con su ala, habían oído la voz de la
autoridad; el espíritu de la religión corría con los ojos vendados y la
boca abierta de par en par.
El mundo ha levantado el látigo; ¿dónde descenderá?
En ese silencio y esa paz extraordinarios, en esa palidez, en esa
pureza, sonaron once veces las campanas, cuyo sonido se fue apagando
entre las gaviotas.
Los ojos se le llenaron de lágrimas mientras contemplaba cómo las palabras de humo se marchitaban y se disolvían en el cielo
Amar nos convierte en seres solitarios.
La oscuridad desciende, se derrama sobre los perfiles de casas y torres; laderas sombrías se suavizan y se desmoronan.
Se le unió otro gorrión y cantaron en griego con voces prolongadas y
penetrantes, desde árboles del valle de la vida más allá del río por
donde caminan los muertos, que la muerte no existe.
Momentos como aquel son brotes del árbol de la vida, flores de tinieblas,
Allí estaban el linóleo verde y el grifo que goteaba. Había un vacío alrededor del corazón de la vida; un desván.
«Si ahora hubiera de morir, ahora sería el momento más feliz».
Pero nada hay tan raro cuando se está enamorada (¿y qué era aquello sino amor?) como la total indiferencia de los demás.
Sally se detuvo; cogió una flor; la besó en los labios. ¡Fue como si el mundo entero se hubiera puesto cabeza abajo!
No temas más, dice el corazón, confiando su carga a algún mar que
suspira por todas las penas en conjunto y renueva, comienza, junta, deja
caer.
Lo dominó su propia pena, que se alzó como una luna contemplada desde
una terraza, aterradoramente hermosa con la luz del día que naufraga.
Metiéndose el pañuelo en el bolsillo, se dirigió presuroso hacia ella y
dijo: «Adiós, Clarissa», sin mirarla, y salió deprisa de la sala,
Solo una persona en el mundo podía estar como estaba él: enamorado.
Y allí estaba, ese hombre afortunado, él mismo, reflejado en la luna
del escaparate de un fabricante de automóviles de Victoria Street.
Como una nube que pasa ante el sol, así cae el silencio sobre Londres, y cae sobre el alma. El esfuerzo cesa. El
tiempo ondea en el mástil. Allí nos detenemos; allí nos quedamos.
Rígido, solo el esqueleto de la costumbre sostiene el armazón humano.
Un tamborileo, como el tamborileo de hojas en el bosque, le llegó desde atrás y, con él, un susurro,
una mirada de despedida, resumió la situación y le dijo adiós
triunfalmente, para siempre, metió la llave en la cerradura, abrió la
puerta y ¡desapareció!
Inventamos la mejor parte de la vida, pensó: inventándonos a
nosotros mismos, inventándola a ella, creando un entretenimiento
exquisito y algo más.
Como el pulso de un corazón perfecto, la vida latía en las calles.
Se hundió cada vez más en las plumas del sueño, se hundió y quedó envuelto por completo.
Presencias espectrales que surgen en la penumbra de los bosques, hechas de cielo y ramas.
A cambio, le dan una paz general, como si (cree él mientras avanza por el
sendero del bosque) toda esa fiebre de vivir fuera la mismísima
simplicidad;
Aun así, el sol seguía calentando. Aun así, todo se supera. Aun así, la vida añade un día a otro.
Estaba tendido a gran altura, sobre la espalda del mundo. La
tierra palpitaba debajo de él. A través de su carne crecían flores
rojas; las rígidas hojas susurraban alrededor de su cabeza.
El durmiente se siente arrastrado hacia las playas de la vida,
Los árboles se agitaban, se balanceaban. Damos la bienvenida, parecía
decir el mundo; aceptamos; creamos. Belleza, parecía decir el mundo.
La palabra «tiempo» rompió la cáscara y derramó sus riquezas sobre él;
ningún hombre decente debía leer los sonetos de Shakespeare porque era como escuchar por el ojo de una cerradura
no podía apartarla de su pensamiento; volvía una y otra vez a él
como un viajero dormido que se le echara encima con las sacudidas de un
vagón de tren;
Una vida entera era demasiado corta para extraerle, una vez adquirida la
capacidad de hacerlo, todo su aroma; para sacar cada onza de placer,
cada matiz de significado;
estaría todavía allí al cabo de diez millones de años, recordando que
una vez paseó en mayo, por donde ahora se extiende el mar, no importaba
con quién..., era un hombre, sí, un hombre que la había amado.
Encendió en él un fuego como los que solo arden una vez en la vida, sin
calor, con una trémula llama roja y dorada, infinitamente etérea e
inmaterial, que ardía por la señorita Pole,
Él la consideraba hermosa, creía que poseía una sabiduría
impecable; soñaba con ella, le escribía poesías que la señorita Pole,
sin prestar atención al tema, corregía con tinta roja;
su cerebro estaba en perfecto estado; seguramente el mundo tenía la culpa de que él no sintiera.
Puede ser que el mundo en sí carezca de sentido.
Cada vez que ella sollozaba de aquella manera profunda, silenciosa, desesperanzada, él descendía otro paso en el pozo.
Detrás del biombo habló una voz. Era Evans quien hablaba. Los muertos estaban con él.
En resumen, ¿eso de vivir o no vivir es asunto nuestro?
Pues es muy lamentable no decir nunca lo que se siente,
No le había dicho «te amo», pero le tenía cogida la mano. La felicidad es esto, es esto, pensó.
El amor es lo más importante del mundo y ninguna mujer puede llegar a entenderlo.
El amor también destruía. Todo lo que era bello, todo lo que era verdadero desaparecía.
A través del sufrimiento se alcanza el conocimiento,
Si pudiera cogerla, si pudiera abrazarla, si pudiera hacerla
absolutamente suya para siempre y luego morir; era lo único que quería.
Lo envolvería todo y lo arrastraría, del mismo modo que en el abrupto
curso de un glaciar el hielo apresa una esquirla de hueso, un pétalo
azul, unos robles, y los arrastra consigo.
Nada podía ser más puro, más libre, más sensible en apariencia que la superficie blanca como la nieve o de oro brillante;
y, a pesar de la solemne fijeza, de la robustez y solidez acumuladas, ahora proyectaban luz sobre la tierra, ahora oscuridad.
Los árboles arrastraban sus hojas como redes por las profundidades del
aire; el sonido de agua inundaba la estancia, y a través de las olas
llegaban las voces de pájaros que cantaban.
Se asomaba al borde del sofá y veía el mar abajo.
Fue un suspiro tierno y encantador, como el viento en un bosque al atardecer.
De momento se queda así. Luego... —La frase se deshizo en burbujas
y goteó, goteó, goteó, como un grifo satisfecho que no se ha cerrado
bien.
Una rata había chillado o una cortina se había movido con un susurro. Aquellas eran las voces de los muertos.
Había algo poco corriente en él, o algo detrás de él. Quizá fuera su afición a los libros;
convertido en cristal. Debió de morir como un pájaro en una helada, agarrada a su rama.
Cautivadora, misteriosa, de infinita riqueza, esta vida.
Los taxis doblaban veloces la esquina, como agua alrededor de los pilares de un puente, y se juntaban,
como si los ojos fueran tazas llenas a rebosar que derramaran por los bordes de porcelana el líquido sobrante.
La muerte era un intento de comunicar, pues la gente sentía la
imposibilidad de alcanzar el centro que misteriosamente les rehuía; la
intimidad separaba; el entusiasmo se desvanecía; todos estaban solos. La muerte era como un abrazo.
Ningún placer podía igualarse, pensó mientras enderezaba los sillones,
empujaba un libro en la estantería, al hecho de haber terminado con los
triunfos de la juventud, de haberse perdido una misma en el
proceso de vivir, para encontrarlo, con un estremecimiento delicioso, al
salir el sol, al morir el día.
Siempre ponía aquella amistad en primer lugar. Eran jóvenes; eso era.
¿Qué sabemos siquiera de las personas con las que convivimos a diario?, preguntó. ¿No somos todos prisioneros?
Voy a hablar con él. Me despediré. ¿Qué importa el cerebro —añadió lady Rosseter al levantarse—, comparado con el corazón?
—Iré contigo —dijo Peter, pero siguió sentado un momento. ¿Qué es este
terror?, ¿qué es este alborozo?, se preguntó Peter. ¿Qué es esto que me
llena de extraordinaria emoción?
Es Clarissa, dijo.
Porque allí estaba.